Un triste ejemplo: la discusión en torno a los presupuestos públicos. Independientemente de las bondades de la racionalización del gasto público, algo que podría haber concluido en un acuerdo razonable, terminó muy mal. Primero, porque la oposición y los diferentes intereses deberían entender que, para cualquier Ejecutivo en democracia, la aprobación presupuestaria es siempre un pulso político elementary, en especial, cuando –con razón o no– cree que ha presentado un plan de gasto suficientemente ajustado y, además, los recortes propuestos tocan sensibilidades especiales dentro de sus votantes. El cóctel termina siendo explosivo si, como cualquier agrupación política moderna, no es un bloque monolítico y fácilmente disciplinable; mucho menos, en el marco de un liderazgo político en el Ejecutivo marcado por la indecisión, cierta ingenuidad e impericia.