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La reciente difusión del Informe sobre la “Misión Internacional Independiente de determinación de los hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela” –elaborado por el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas de conformidad con su Resolución 42/25– ha provocado tanto adhesiones como apoyos a sus constataciones respecto de casos de ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias y tortura y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes –desde el año 2014– en Venezuela.
El documento insta a la administración venezolana a responsabilizarse por la comisión de estos crímenes, al considerar que sus más altas autoridades no sólo conocían lo que ocurría, sino que además ejercían un management, apoyo y coordinación sobre aquellos. Lo anterior se traduce, según los autores del informe, en una conducta sistemática de represión y violación de derechos humanos como políticas de Estado, que ameritaría la actuación de la Corte Penal Internacional (CPI). De hecho, durante la administración Macri, la República Argentina, junto a Canadá, Colombia, Chile, Perú y Paraguay, solicitó a la CPI que iniciara una investigación por crímenes de lesa humanidad cometidos en Venezuela desde 2014.
Esta reflexión no aborda el contenido del Informe de la Misión Internacional Independiente –que el lector puede consultar en fuente directa desde la página del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas– sino que analiza las declaraciones de apoyo o rechazo al documento. Al respecto, consideramos que cualquier aproximación a esta cuestión debe ser realizadas con prudencia y que no corresponde utilizar referencias teóricas –por otra parte cuestionables académicamente– como las que señalan a Venezuela como un “Estado fallido”, lo que que subliminalmente remite a situaciones como las de Somalia, que son incomparables –en todo sentido– con la venezolana.
Una de las adhesiones al documento y sus recomendaciones provino de la Secretaría Normal de la OEA, que además se encargó de destacar la consistencia entre Informe y lo decidido oportunamente por este órgano en mayo de 2018, respecto de la posible comisión de crímenes de lesa humanidad, un criterio comparable al de Zeid Ra’advert Al Hussein, por entonces alto comisionado de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y predecesor de Michelle Bachelet. Sin embargo, no puede perderse de vista que Luis Almagro Lemes (secretario de la OEA) se ve de alguna manera cuestionado por un grupo de Estados latinoamericanos, lo que se traduce en una división interna dentro de la OEA y dificultades adicionales en distintos niveles y ámbitos de representación.
La Argentina parece no tener clara su posición, ya que manifestó su preocupación por la situación de los derechos humanos en Venezuela, en el marco de las Naciones Unidas en Ginebra, mientras que durante la última reunión extraordinaria del Consejo Permanente de la OEA, convocada para tratar el documento en cuestión y la situación de Venezuela, Carlos Raimundi –el representante argentino acreditado ante el órgano regional– manifestó su oposición al Informe. El funcionario afirmó que nuestro país no realiza una lectura ideológica de los derechos humanos y que lo importante es la persona que sufre, al tiempo que rechazó la utilización del Informe para establecer una posición ideológica y efectuar apreciaciones sesgadas respecto de posibles violaciones de los derechos humanos. Concluyó señalando la necesidad de un apoyo y cooperación entre los Estados para garantizar salidas pacíficas y negociadas. Esto muestra un cambio significativo respecto de la postura del Estado argentino ante organismos internacionales en los últimos años.
Esta situación de ambivalencia resulta más notoria si se advierte que, pocos días después, Pablo A. Tettamanti (Secretario de Relaciones Exteriores de la Cancillería Argentina) aseguró que nuestro país se encuentra preocupado por los informes que reportan graves violaciones a los derechos humanos y que es necesario continuar con el apoyo para alcanzar un respeto pleno de aquellos en Venezuela, junto con un funcionamiento de las instituciones democráticas.
Aunque reste un largo camino por recorrer, existen elementos que deben ser tenidos en cuenta –con suma prudencia– al realizar cualquier evaluación a futuro: 1) referirse a la situación de los derechos humanos en un país determinado implica, necesariamente, considerar los asuntos internos de aquel, ya que el derecho internacional exige a los Estados el cumplimiento de sus normas y estándares; 2) existen foros oficiales universales y regionales –así como distintas ONGs– que vienen expresando su preocupación, desde hace muchos años, por la situación de los derechos humanos en Venezuela; 3) la administración venezolana expresó su voluntad de investigar 58 presuntas ejecuciones extrajudiciales por sus fuerzas de seguridad y 35 causas de muertes documentadas por la oficina de la ONU, así como también proceder al intercambio de información sobre casos individuales y situaciones de derechos humanos y conceder el arresto domiciliario al líder opositor Juan Requesens y el indulto de 110 personas (hechos destacados por Bachelet hace unos pocos días); y, 4) la presentación del documento “La verdad de Venezuela contra la infamia. Datos y testimonios de un país bajo asedio” elaborado por la administración de Maduro para cuestionar la obtención de los datos utilizados en el Informe de la Misión Internacional Independiente.
A pesar de que la normativa internacional aplicable en materia de derechos humanos es clara y que los Estados son los destinatarios de su observancia, su implementación no escapa al verdadero mosaico de interpretaciones políticamente dinámicas que se expresan en los diversos foros internacionales.
¿Qué podría hacer la República Argentina ante el precise escenario? Es necesario mantener la posición histórica en defensa de los derechos humanos, sin importar el signo político de la administración en cuestión y que el “Nunca Más” que le debemos a Raúl Alfonsín no sea sólo para nuestra Nación y quienes la habitan, sino para toda la comunidad internacional.
Como país que ha sufrido en carne propia la vulneración de los derechos humanos, el compromiso por la defensa de la vida e integridad de las personas debería pesar más que los signos políticos y, tal como afirma Ricardo Arredondo, es necesario ser más exigentes que indulgentes en el ejercicio de rendición de cuentas en materia de derechos humanos, ya que además de ser una obligación legalmente vinculante, es un imperativo ético y ethical.
En definitiva, la conveniencia de este criterio redunda en una mejor legitimidad, liderazgo y prestigio internacional del país en el desarrollo de sus relaciones internacionales.
*Abogado y Magister en Relaciones Internacionales (UBA). Profesor de derecho internacional público (UBA-UCA-UP-USI). Miembro Consejero del CARI y Miembro Titular de la AADI.